jueves, diciembre 28, 2006

ENTRE AYER Y HOY


Ven, sube a esta nube de letras espontáneas.

Hoy supe que te quiero. Ayer convencido te envolvía en mis brazos, hoy con cristales en los ojos miro una imagen tuya: estás contenta, ríes al lente inerte que indica la escena inmortalizada. Tu mano afirma la cadera, la cabeza roza el hombro y el sol en tu frente ilumina los labios.

Hoy supe que te amo. Ayer deseoso susurraba en tu oído, hoy sentado canto al vacío. Me inspiro en otra imagen: el mar está a tu espalda. Ríes otra vez, una carcajada se escapa de tu entre abierta boca, y los ojos cierras con la intensa luz en tu rostro. Pareces alegre. Irradias ternura al tiempo que mojadas mis pupilas comienzan a desesperar ansias de impotencia.

Hoy supe que me gustas. Ayer tu silueta fue mía, hoy pregunto si tu mente también alguna vez lo fue. Te recuerdo con fotografías: sentada encuentras silencio. Un árbol te sostiene, al tiempo que el pestañeo cesa por minutos. Bella estás. Simulas un sueño y te abrazas en la escena. Mientras, soy testigo de un viaje eléctrico en mi cuerpo, un ataque sensorial que indica un nuevo desorden emocional.

Hoy supe que te extraño. Ayer lloraba en tus mejillas, hoy lloro en la mudez del desierto. Leo tus viejas letras: dicen te quiero, dicen te necesito, dicen gracias, dicen me gustas, dicen te extraño.

Hoy supe que te odio. Ayer cantabas amores en mi oído, hoy le profesas indiferencia a mis ojos. Ayer con placer besabas mi cuello, hoy al olvido besas con mi sombra. Ayer en mi pecho dormías en sigilo, hoy con bulla interrumpes mis sueños solitarios.

Hoy supe que estoy loco. Ayer sólo lo sospechaba.

jueves, diciembre 14, 2006

UN ALBO EN EL CAMINO


Es por ti que lloran mis ojos esta noche. Las blancas pupilas mías son cristalizadas por la pena de verte hincado pidiendo un perdón innecesario. Pierdes hoy, caes hoy, ¡qué importa!, cuántas veces alegraste mi rostro este año, cuántas veces calmaste mis penas ajenas, cuántas veces saneaste con olvido ese extraño dolor que atacó mis emociones.

Albo, es a ti a quien debo mis canciones. No humilles tu fútbol con derrota, porque belleza es la que brota de tus pastos monumentales. Un grito acompaña incesante el talento de tu sangre. Luchas por la orilla un balón extraviado, peleas, golpeas, sudas, la vida dejas en cada línea de camino exitoso.

¿Escuchas?, ¿Sientes el fervor de la hinchada?. Mira a esa gente de olfatos blanqui-negros. Sus brazos en alto indican el sostén de tu escudo. Incondicionales te siguen hasta el rincón mismo de la frustración. Comprendes que entrega es lo que añora la masa, y tú, Albo querido, regalas imagen de buen juego y goles de antología.

No te hinques, no llores. Sí, lo sé, hoy sufres, el pueblo sufre, Chile sufre, mas mi amor por tu bandera se incrementa tras cada segundo del soplo que la mueve. Mejor observa el flameo blanco en el estadio lleno, sé testigo del show de luces que respaldan tu camiseta. Papeles en tu cabeza indican el amparo a tu accionar acompañados de aplausos incansables que te despiden de la cancha.

Es por ti Albo que en el momento detengo el llanto. El hincha autor de estas líneas rehúsa a sacarse el pañuelo color nieve de la frente, a su lado quiere mantener el objeto que te recuerda, como signo esencial de que la dolencia es compartida.

Ya es tarde, la noche es triste y el futuro es largo. Levanta la rodilla y continúa ahora el juego local, que verás como el estadio, aún con este dolor, seguirá sin lugares disponibles.

lunes, noviembre 20, 2006

LA EMOCIÓN (Y REVOLUCIÓN) DE MILETO

Cuento


A un lado del camino corre cojeando un perro con desesperación. Se detiene, tiritan nerviosas sus patas al tiempo mismo que sus ojos negros miran asombrados. Dos segundos de impresión bastan para que destaque su anémica nariz posando en la sangre ya reseca, analiza el instante y luego ladra hacia el cielo: Un humano inerte yace tirado en los rojos pastos entristecidos, aquel infiel amigo de nombre Ceos descansa en el celestial palacio de la eternidad, y lo hace ahí, justo al borde de canal San Telmo, el mismo que acompaña a la larga carretera que cruza toda Jonia, ciudad hija de Ágora, país extrañamente cobijado por las inmortales luchas sociales de la modernidad.



El perro Mileto sigue ladrando. De sus ojos caen cristales adormecidos por un llanto sin voz, al momento en que una lluvia enajenada destroza la vista a las estrellas por las nubes inconsolables que se cruzan cubriendo un cielo sin huellas de alegría. En tanto, un “¡despierta!” se escuchaba en su ladrido, Mileto se movía, caminaba en círculos desesperados y a ratos congelaba sus acciones para verle la cara. Y la lengua acogedora recorría otra vez las sienes del ahora indiferente Ceos, acariciaba con saliva sus ojos, articulaba en su cabeza color nostalgia recriminaciones contra su amo: “Cambias mi compañía por tu loco idealismo, ¿Y cómo terminas?, así, ausente de aire, quizás viajando al infinito, ya sin la necesidad de mi presencia, ¿Y qué hago yo ahora?, ¿quién será el dueño de mis acciones?. Ingrato, lloraré por ti cada día”, le decía.



Mientras, una fila de verdes camiones lentamente caminaban por la carretera de Jonia. Hombres camuflados y armados corrían tras los pasos de civiles con banderas rojas, puño en alto y ollas ruidosas. “¡Bam bam!”, por allí. “¡Bam bam!”, por allá, decían las botas militares. “¡Viva el pueblo!”, le respondían de semi espalda los civiles.



Mileto despierta de su tristeza. Nace la rabia vengativa y ve con enfadados ojos la masacre. Y otra vez su mente trabaja. Ahora piensa en las crudas imágenes de la guerra civil de hace casi una década. Desde la trinchera ganadora vio en aquel momento las mismas escenas. “¡Panzer, ataca!”, y Panzer corría tras el inocente, lo mordía, lo hacía caer e indefenso el hombre en el suelo solo esperaba el disparo en su cabeza: “¡Bam!”, y sus ojos se cerraban para siempre. Esa era el trabajo de Panzer, transformado en un arma más de las tantas que el ejército poseía. Y un día de rutina, Panzer no quiso atacar, vaya desobediencia que le costó la sanidad de una sus patas traseras. ¡Panzer ataca! escuchó por última vez, y quien recibiera el disparo ahora sería él, Panzer, que por rebelde quedó tirado sangrando en el frontis del palacio de gobierno, lugar donde un desconocido Ceos lo tomó un día y lo hizo su amigo, y de paso, le cambió el nombre.



Pero ahí estaba Mileto, con la pena contenida y el coraje al borde del colapso. “¡Pagarán!, ¡pagarán!”, pensaba. Serían esas unas de sus últimas afirmaciones.



Salió corriendo hacia el sur. Tras cada paso, la imagen de Ceos con la bala en el pecho hacía olvidar su seudo incapacidad para brincar los obstáculos del camino. Corría y corría, a ratos recordaba el rostro de quien diez años atrás fuera el autor del atentado contra su vida.
Mileto corre, Ceos muerto, las calles como soporte de hombres huyendo de una dictadura insoslayable, y el viento se transforma en la mesa de perdidas balas de cualquier calibre. Panorama real que atentaba incluso contra el sol que, en esas condiciones, seguía con rehusarse a aparecer.



Y Mileto no para de correr, llega al blanco palacio de estado. Se inmoviliza unos segundos, y parado frente al edificio decide ladrar en forma de protesta. El perro sí que conocía ese recinto. Más de dos años vivió como la estrella animal de los militares, cuando aún respondía al nombre de Panzer. Regalón, obediente, astuto, todos grandes elogios que hacía de él la mascota de confianza. Eso, le sirvió para conocer la base militar bajo la oficina presidencial, lugar donde era refugiado la máxima autoridad nacional en momentos de agitación popular, considerando el aumento en las radicalizaciones de las luchas en las calles durante los últimos 15 años.



Y ahí estaba Mileto, listo para actuar, sabiendo que sería esa su única instancia de venganza y justicia, acabando de paso con las cabezas que instan a la represión. Sería ese además su inminente viaje al vacío terrenal, al infinito celestial, donde las risas y el descanso son rutina, y donde el llanto y el sufrimiento carecen de legitimidad.



El perro, convencido ya, avanza a pasos acelerados hacia el “Búnker”, como le decían a la base de refugio. Mileto sabía a lo que iba, y también con quienes se encontraría. Siguió sigilosamente su olfato a pólvora. Grandes esfuerzos físicos hizo para pasar desapercibido entre los demás animales amaestrados que cuidaban el palacio. Y ahí, ya dentro del Búnker nació un mal recuerdo. En el fondo de una solitaria pared crecía la foto de un general con gorra militar que posaba una banda de colores patriotas. Cara conocida, manos conocidas, ojos conocidos, solo el arma calibre 39 que expulsó la desgraciada bala causante de su cojera no estaba.



Mileto y su escasez de olvido. El mismo hombre que una vez trató de matarlo, era hoy la autoridad máxima de la nación, esa donde la lógica del cañón y la fuerza reemplazaban a la participación y libre pensamiento ciudadano. Y ahí estaba el jefe, su excelencia, escondido en ese espacio privilegiado, lugar donde también se almacena el arsenal destinado a acallar las voces disidente, y que entraba ilegalmente al país.



Emergió ahí el plan de Mileto. Buscando en silencio ese cargamento clandestino, indagó cada esquina del Búnker, mientras el dictador sentado tomaba una copa de vino. Continuaba la nariz del perro, insistentemente buscaba… y la recompensa llegó. Un par de bombas de activación automáticas fueron necesarias para hacer volar el palacio entero, solo una pata (la coja) de Mileto en el botón rojo hizo estallar el fuego de liberación, y logró lo que ni los articulados planes de asesinato de los movimientos más radicales pudieron conseguir. Además, comenzó en Mileto el inicio de su camino hacia las nubes, viendo cómo a lo lejos Ceos corría en su búsqueda para darle una dulce bienvenida.


miércoles, septiembre 13, 2006

Lágrimas de bandera


Una lágrima, una tristeza, y un sueño que se esconde. Los cielos se nublan con la pólvora, los vientos arrastran una bandera en llamas, tirada por los suelos ásperos, decaída, volando por los techos de un palacio, ese que fue violado por la fuerza, ese que brilló con el suicidio, y ese que, hasta nuestros días, reclama justicia.

Por la ventana se ve llorar los jardines, mientras lloran también los caídos. Y por la esquina lloran las rejas, llora mi hogar, llora mi bandera.

El blanco desaparece, el azul toma las riendas y el rojo se destiñe, se oculta, se vuelve clandestino, se exilia, en tanto huye del terror, huye de la desgracia, huye de la brillante bota, huye de la usurpada realidad.

Y el olor a miedo que se siente. Estornudos de tierra destrozada, “ojitos de cristal y papel sellado en la piel”, lluvia de sangre inocente, todo conjugado en una fiel canallada ambiciosa, anhelos de poder que destruyen hogares, alimentan a las fieras capitalistas y consagran el cañón sobre la cabeza.

Tres décadas de búsqueda, 30 años con el perdón en la lengua, intentando el escape del recuerdo. El túnel se hace infinito, el frío carcome las esperanzas de libertad y el negro es color eterno.

El sol no se tapa con un dedo, como tampoco se declara reconciliación con gestos de remordimientos. Las disculpas son lejanas, más si el sobreviviente cuenta su relato de terror.

Y desde la celda un hombre común pide misericordia, desde arriba el de lentes oscuros invita a la muerte, y el pequeño con su madre miran sagradamente la ventanilla esperando su regreso… y su memoria es compañía, el aliento se siente a lo lejos, mientras la mujer le canta a la luna, viendo su desaparecida imagen tras las estrellas.

Años después, sigue con la vista en alto, y el pequeño, ingeniero destacado, intenta el olvido de esos días de ataque, en tanto mantiene su atención si, por cualquier cosa inesperada, el querido viejo aparece por su casa.