lunes, noviembre 20, 2006

LA EMOCIÓN (Y REVOLUCIÓN) DE MILETO

Cuento


A un lado del camino corre cojeando un perro con desesperación. Se detiene, tiritan nerviosas sus patas al tiempo mismo que sus ojos negros miran asombrados. Dos segundos de impresión bastan para que destaque su anémica nariz posando en la sangre ya reseca, analiza el instante y luego ladra hacia el cielo: Un humano inerte yace tirado en los rojos pastos entristecidos, aquel infiel amigo de nombre Ceos descansa en el celestial palacio de la eternidad, y lo hace ahí, justo al borde de canal San Telmo, el mismo que acompaña a la larga carretera que cruza toda Jonia, ciudad hija de Ágora, país extrañamente cobijado por las inmortales luchas sociales de la modernidad.



El perro Mileto sigue ladrando. De sus ojos caen cristales adormecidos por un llanto sin voz, al momento en que una lluvia enajenada destroza la vista a las estrellas por las nubes inconsolables que se cruzan cubriendo un cielo sin huellas de alegría. En tanto, un “¡despierta!” se escuchaba en su ladrido, Mileto se movía, caminaba en círculos desesperados y a ratos congelaba sus acciones para verle la cara. Y la lengua acogedora recorría otra vez las sienes del ahora indiferente Ceos, acariciaba con saliva sus ojos, articulaba en su cabeza color nostalgia recriminaciones contra su amo: “Cambias mi compañía por tu loco idealismo, ¿Y cómo terminas?, así, ausente de aire, quizás viajando al infinito, ya sin la necesidad de mi presencia, ¿Y qué hago yo ahora?, ¿quién será el dueño de mis acciones?. Ingrato, lloraré por ti cada día”, le decía.



Mientras, una fila de verdes camiones lentamente caminaban por la carretera de Jonia. Hombres camuflados y armados corrían tras los pasos de civiles con banderas rojas, puño en alto y ollas ruidosas. “¡Bam bam!”, por allí. “¡Bam bam!”, por allá, decían las botas militares. “¡Viva el pueblo!”, le respondían de semi espalda los civiles.



Mileto despierta de su tristeza. Nace la rabia vengativa y ve con enfadados ojos la masacre. Y otra vez su mente trabaja. Ahora piensa en las crudas imágenes de la guerra civil de hace casi una década. Desde la trinchera ganadora vio en aquel momento las mismas escenas. “¡Panzer, ataca!”, y Panzer corría tras el inocente, lo mordía, lo hacía caer e indefenso el hombre en el suelo solo esperaba el disparo en su cabeza: “¡Bam!”, y sus ojos se cerraban para siempre. Esa era el trabajo de Panzer, transformado en un arma más de las tantas que el ejército poseía. Y un día de rutina, Panzer no quiso atacar, vaya desobediencia que le costó la sanidad de una sus patas traseras. ¡Panzer ataca! escuchó por última vez, y quien recibiera el disparo ahora sería él, Panzer, que por rebelde quedó tirado sangrando en el frontis del palacio de gobierno, lugar donde un desconocido Ceos lo tomó un día y lo hizo su amigo, y de paso, le cambió el nombre.



Pero ahí estaba Mileto, con la pena contenida y el coraje al borde del colapso. “¡Pagarán!, ¡pagarán!”, pensaba. Serían esas unas de sus últimas afirmaciones.



Salió corriendo hacia el sur. Tras cada paso, la imagen de Ceos con la bala en el pecho hacía olvidar su seudo incapacidad para brincar los obstáculos del camino. Corría y corría, a ratos recordaba el rostro de quien diez años atrás fuera el autor del atentado contra su vida.
Mileto corre, Ceos muerto, las calles como soporte de hombres huyendo de una dictadura insoslayable, y el viento se transforma en la mesa de perdidas balas de cualquier calibre. Panorama real que atentaba incluso contra el sol que, en esas condiciones, seguía con rehusarse a aparecer.



Y Mileto no para de correr, llega al blanco palacio de estado. Se inmoviliza unos segundos, y parado frente al edificio decide ladrar en forma de protesta. El perro sí que conocía ese recinto. Más de dos años vivió como la estrella animal de los militares, cuando aún respondía al nombre de Panzer. Regalón, obediente, astuto, todos grandes elogios que hacía de él la mascota de confianza. Eso, le sirvió para conocer la base militar bajo la oficina presidencial, lugar donde era refugiado la máxima autoridad nacional en momentos de agitación popular, considerando el aumento en las radicalizaciones de las luchas en las calles durante los últimos 15 años.



Y ahí estaba Mileto, listo para actuar, sabiendo que sería esa su única instancia de venganza y justicia, acabando de paso con las cabezas que instan a la represión. Sería ese además su inminente viaje al vacío terrenal, al infinito celestial, donde las risas y el descanso son rutina, y donde el llanto y el sufrimiento carecen de legitimidad.



El perro, convencido ya, avanza a pasos acelerados hacia el “Búnker”, como le decían a la base de refugio. Mileto sabía a lo que iba, y también con quienes se encontraría. Siguió sigilosamente su olfato a pólvora. Grandes esfuerzos físicos hizo para pasar desapercibido entre los demás animales amaestrados que cuidaban el palacio. Y ahí, ya dentro del Búnker nació un mal recuerdo. En el fondo de una solitaria pared crecía la foto de un general con gorra militar que posaba una banda de colores patriotas. Cara conocida, manos conocidas, ojos conocidos, solo el arma calibre 39 que expulsó la desgraciada bala causante de su cojera no estaba.



Mileto y su escasez de olvido. El mismo hombre que una vez trató de matarlo, era hoy la autoridad máxima de la nación, esa donde la lógica del cañón y la fuerza reemplazaban a la participación y libre pensamiento ciudadano. Y ahí estaba el jefe, su excelencia, escondido en ese espacio privilegiado, lugar donde también se almacena el arsenal destinado a acallar las voces disidente, y que entraba ilegalmente al país.



Emergió ahí el plan de Mileto. Buscando en silencio ese cargamento clandestino, indagó cada esquina del Búnker, mientras el dictador sentado tomaba una copa de vino. Continuaba la nariz del perro, insistentemente buscaba… y la recompensa llegó. Un par de bombas de activación automáticas fueron necesarias para hacer volar el palacio entero, solo una pata (la coja) de Mileto en el botón rojo hizo estallar el fuego de liberación, y logró lo que ni los articulados planes de asesinato de los movimientos más radicales pudieron conseguir. Además, comenzó en Mileto el inicio de su camino hacia las nubes, viendo cómo a lo lejos Ceos corría en su búsqueda para darle una dulce bienvenida.