domingo, noviembre 28, 2010

EN LAS ALTURAS



Muerto el sol,
hace frío en las alturas,
aunque intento convencerme
que tanto viento
corresponde al aplauso de los árboles
que festejan este nuevo poema
en medio de la azotea.


Caña Legui tiene aquí su propia fiesta,
embriagando mi funeral de rosas blancas
que se caen a pedazos,
cada vez que intento volver a escribir ese nombre
que ni siquiera me atrevo a deletrear.


La poesía es un mero espectador,
mientras que la ciudad
entrega las luces para mi escenario
de pura monotonía,
de pura algarabía.


Me inclino sobre esta ciudad,
para mirar a la otra ciudad
donde dicen que una Perla
juguetea a un lado del Bío Bío,


observo con los ojos cerrados,
y busco entender qué hago yo
entre tanto llanto urbano,
entre tantas desafinaciones automovilísticas
y cantos furiosos de hombres acalorados,
desesperados,
viajando quién sabe dónde bajo tierra,


qué hago yo aquí,
lejos del amor,


qué hago en este sillón,
escribiendo letras huérfanas,
para alguien que a kilómetros de esta vorágine,
juega su propio nirvana
con un negro mal nacido
en las orillas de los sauces penquistas,


qué hago si ella, en la octava estación,
cambió mis cubanos versos,
por el canto de Luis Fonsi,


y entonces,
qué hago yo ahora
si la panza crece por despecho
y los años parecen una prisión
con las piernas abiertas.


Qué hago ahora si el café está muerto,
y la noche, mi única compañera,
me la comienza a arrebatar el alba.


Cómo será toda esta turbulencia,
que los 20 pisos sobre vuestras cabezas,
parecen el cielo mismo,
a sólo pasos del propio cielo,


y yo sigo aquí,
cantándole a la historia,
sacándome los lentes y esperando,
quizás a la vida,
quizás a la muerte,
expirando el último sorbo de Caña Legui,
que también decidió abandonarme.


Aquí en las alturas,
sigo inclinado sobre esta ciudad,
para ver si en el frío Valle de la Mocha,
la mujer de Las Princesas,
alma-piedra de mis más crudos velorios,
se anima a tomar el crucifijo
y rezarme los últimos versos en el mármol
que escribiré,
cuando ya crea que ni mis cantos desahuciados,
servirán para eternizarle esta historia.

lunes, noviembre 01, 2010

EL ENCOMENDADOR



Si por la noche te animas hacia el sur,

justo a la vuelta de la carretera,
pídele un segundo más a tu paciencia,
y busca donde están Las Princesas,


te librarás porque no existe el peaje,

ni la fila de los condenados,


allí detrás del Valle,

una rotonda te coqueteará las luces,
la lluvia puede que te cierre el camino,
y algún corazón de tacones finos
encenderá sus dedos
para pedirte acercamiento,


la noche te guiará un poco más al fondo

de donde se escriben los versos independientes
de un lugar llamado Barrio Norte,


sigue las flechas de las esquinas,

que las bebidas ni los favores
de esa excitante compañía
a la que te animaste a llevar por la carretera,
no te quite del mapa
el asterisco de apellidos González Valenzuela,


prosigue hasta que la calle 106

te salude en el frontis
de la casa 1505,


ahí,

pregunta por ella,
dile a los jardineros
que apuren las mil quinientas flores,
que yo las pagaré,


llévale a una paloma,

y cuéntale de mi canción
desangrándose sobre mi cama,


regálale uno de mis libros,

bésale la mejilla
y recítale mi mejor poema,
y si deja ella a ese Espinoza
plantado y con la boca media llena,
dile que tus ruedas
serán las únicas diosas redentoras, tal vez divinas,
que la llevarán hacia mi dormitorio.


Tiéndele la mano,

no dejes que abra sola la puerta
y haz que se quede congelada con mi fotografía
a plena vista en la guantera,


y si llora sobre mi cuerpo,

y si esconde mis hojas entre su pecho,
mientras aquel imberbe galán
de pañoleta blanca
se queda llorando en la ventana,
escríbele tú, buen amigo,
uno de tus mejores poemas,
dile que los minutos de peaje que nos separan,
depende de la ansiedad de su afecto,


luego le entregas las flores que te encomendé,

y la dejas a la puerta de este patio gigantesco,
con un lápiz y un papel entre sus manos,


yo mientras, la estaré esperando

en una de estas angostas villas
hasta que encuentre la señal
de mi primer verso que le escribí,


y cuando doble por la San Mateo,

que pregunte por mi departamento,
en el quinto piso de los bloques blancos,
allí, podrá volver a besarme,
allí, nos quedaremos como niños
mirándonos hasta que la luz
mate a la realidad.


Después,

que no olvide cerrar la puerta,
dejando entre su flores,
que ahora son mías,
el último verso que salude por siempre,
a los amigos y curiosos
que vengan visitarme.


Y si quiere ella

venir a vivirse conmigo,
que sepa muy bien cómo enamorar al silencio,
que mis vecinos casi no hablan,
y el panteonero de esta población
puede llegar a sospechar,
porque es de los pocos
que no le teme a pasear de noche
solo, cuidando de nuestras casas.