Nadie quiso interrumpir al reloj
que cantó con fuerza ese el último día,
nadie entendió que el parto
sería su camino hacia la tierra
donde dormiría por la eternidad
que tendrán nuestros llantos al borde de su cama,
con armazón de hierro
tapado de flores negras,
Nadie supo rescatarla de la memoria,
nadie le dijo al menudo chofer
de la tarde anterior,
que se guardara los insultos
para cualquier otro día
en que no tuviera pasajeros,
Y al muchacho de las flores,
nadie supo advertirle que esa tarde
debió saber llegar a la esquina programada,
aún cuando el mundo decidiera suicidarse
en ese último momento.
Mas la noche contaría el final
de una pantaleta blanca
que se perdió entre las sábanas
de un plumaje húmedo,
descalzas sus piernas
afirmaron encogidas,
más de alguna vez
los pechos azarosos,
descubiertos,
donde chocaron las luces naturales
que usurparon esas horas,
esas ventanas.
El silencio,
fue la ruidosa molestia del alba,
nadie quiso tocarla,
nadie quiso erotizar el respiro,
el último respiro
que la dejó esperando quien sabe
qué cosa,
nadie quiso un amanecer de bodas
para su cuerpo,
el más armónico cuerpo
entre el tumulto excitante
que ronda por las calles,
no hubo poetas,
no hubo amantes
ni trovadores,
no hubo casillas de mensaje
ni sonidos de teléfonos,
no hubo intelectuales
ni tarados,
no hubo dioses ni demonios,
ni lógica, ni credos,
el placar no hizo más que sostener
junto al florero,
el Secobarbital que se transformó en mapa,
para enmendar el camino correcto,
de lo que fue
su sabio delito.
Nadie apagó el reloj ese día,
nadie nunca encendió la luz,
nadie pudo consolar la impotencia de la alarma,
que ni con el más motivado decibel
consiguió despertarla esa mañana.