Muerto el sol, hace frío en las alturas, aunque intento convencerme que tanto viento corresponde al aplauso de los árboles que festejan este nuevo poema en medio de la azotea.
Caña Legui tiene aquí su propia fiesta, embriagando mi funeral de rosas blancas que se caen a pedazos, cada vez que intento volver a escribir ese nombre que ni siquiera me atrevo a deletrear.
La poesía es un mero espectador, mientras que la ciudad entrega las luces para mi escenario de pura monotonía, de pura algarabía.
Me inclino sobre esta ciudad, para mirar a la otra ciudad donde dicen que una Perla juguetea a un lado del Bío Bío,
observo con los ojos cerrados, y busco entender qué hago yo entre tanto llanto urbano, entre tantas desafinaciones automovilísticas y cantos furiosos de hombres acalorados, desesperados, viajando quién sabe dónde bajo tierra,
qué hago yo aquí, lejos del amor,
qué hago en este sillón, escribiendo letras huérfanas, para alguien que a kilómetros de esta vorágine, juega su propio nirvana con un negro mal nacido en las orillas de los sauces penquistas,
qué hago si ella, en la octava estación, cambió mis cubanos versos, por el canto de Luis Fonsi,
y entonces, qué hago yo ahora si la panza crece por despecho y los años parecen una prisión con las piernas abiertas.
Qué hago ahora si el café está muerto, y la noche, mi única compañera, me la comienza a arrebatar el alba.
Cómo será toda esta turbulencia, que los 20 pisos sobre vuestras cabezas, parecen el cielo mismo, a sólo pasos del propio cielo,
y yo sigo aquí, cantándole a la historia, sacándome los lentes y esperando, quizás a la vida, quizás a la muerte, expirando el último sorbo de Caña Legui, que también decidió abandonarme.
Aquí en las alturas, sigo inclinado sobre esta ciudad, para ver si en el frío Valle de la Mocha, la mujer de Las Princesas, alma-piedra de mis más crudos velorios, se anima a tomar el crucifijo y rezarme los últimos versos en el mármol que escribiré, cuando ya crea que ni mis cantos desahuciados, servirán para eternizarle esta historia.
Si por la noche te animas hacia el sur, justo a la vuelta de la carretera, pídele un segundo más a tu paciencia, y busca donde están Las Princesas,
te librarás porque no existe el peaje, ni la fila de los condenados,
allí detrás del Valle, una rotonda te coqueteará las luces, la lluvia puede que te cierre el camino, y algún corazón de tacones finos encenderá sus dedos para pedirte acercamiento,
la noche te guiará un poco más al fondo de donde se escriben los versos independientes de un lugar llamado Barrio Norte,
sigue las flechas de las esquinas, que las bebidas ni los favores de esa excitante compañía a la que te animaste a llevar por la carretera, no te quite del mapa el asterisco de apellidos González Valenzuela,
prosigue hasta que la calle 106 te salude en el frontis de la casa 1505,
ahí, pregunta por ella, dile a los jardineros que apuren las mil quinientas flores, que yo las pagaré,
llévale a una paloma, y cuéntale de mi canción desangrándose sobre mi cama,
regálale uno de mis libros, bésale la mejilla y recítale mi mejor poema, y si deja ella a ese Espinoza plantado y con la boca media llena, dile que tus ruedas serán las únicas diosas redentoras, tal vez divinas, que la llevarán hacia mi dormitorio.
Tiéndele la mano, no dejes que abra sola la puerta y haz que se quede congelada con mi fotografía a plena vista en la guantera,
y si llora sobre mi cuerpo, y si esconde mis hojas entre su pecho, mientras aquel imberbe galán de pañoleta blanca se queda llorando en la ventana, escríbele tú, buen amigo, uno de tus mejores poemas, dile que los minutos de peaje que nos separan, depende de la ansiedad de su afecto,
luego le entregas las flores que te encomendé, y la dejas a la puerta de este patio gigantesco, con un lápiz y un papel entre sus manos,
yo mientras, la estaré esperando en una de estas angostas villas hasta que encuentre la señal de mi primer verso que le escribí,
y cuando doble por la San Mateo, que pregunte por mi departamento, en el quinto piso de los bloques blancos, allí, podrá volver a besarme, allí, nos quedaremos como niños mirándonos hasta que la luz mate a la realidad.
Después, que no olvide cerrar la puerta, dejando entre su flores, que ahora son mías, el último verso que salude por siempre, a los amigos y curiosos que vengan visitarme.
Y si quiere ella venir a vivirse conmigo, que sepa muy bien cómo enamorar al silencio, que mis vecinos casi no hablan, y el panteonero de esta población puede llegar a sospechar, porque es de los pocos que no le teme a pasear de noche solo, cuidando de nuestras casas.
Se me caen las ansias al vacío, Se me caen los gritos a la nada, Se me caen al caos las blasfemias, Perro del infinito trotando entre astros muertos, Perro lamiendo estrellas y recuerdos de estrella, Perro lamiendo tumbas, Quiero la eternidad como una paloma en mis manos...