Se ha escondido el gris en los techos, mientras piernas desesperadas se insertan en la hipnosis de una pasión alternativa. Corren los corazones varoniles, bajo el umbral de unos gritos a la espera. Está ya la mesa instalada, cervezas desnudas y dispuestas al erotismo de los sorbos, a mugir por entre paredes de mentes drogadas por un simple baloncito entre medias esbeltas y entrenadas.
Comienza la función, y los vasos protestan a la soledad del vacío. Lloran en los contornos la ansiedad de ser útiles, de cubrir con el éxtasis los espacios transparentes que aún siguen atentos a la pantalla de colores. Comienzan también los cánticos, y el ebrio del sufrimiento cotidiano lidera la marcha del aguante, de aliento innecesario pero inexplicablemente justificado. Las banderistas blancas son la prosa de los cristales ahora sin lugar disponible, al tiempo que flamean las sonrisas de ojos alcoholizados con algunos “oles” que se caen de unos parlantes escondidos de esta imaginada realidad.
Y yo soy parte de lo extraño. Seré libertad y autonomía, describiendo el alcor de cabezas encarceladas, por 90 minutos, en sueños colectivos.
Tengo al poder sobre mi cabeza, exponiendo las imágenes del rebaño adinerado jugando al espectáculo, con pupilas incontables subyugadas al jueguito de los goles. Se mezclan las alabanzas junto a las cenizas de los aires ensuciados, mientras se pelean con insultos los almanaques de la sociedad deportiva. Entre tanto, la multitud grita un gol, y son malandrinas orgásmicas en el acto mismo del sexo futbolístico.
Saltan las copas, y se pisotean los recuerdos ingratos, las tristezas mujeriegas, y las angustias venideras. Y la cerveza, que en los cuerpos sigue caminado, se enamora de la adicción a este humillante bar, que nos mantiene en la oscuridad escénica de las caricias inventadas, pero caricias al fin.
Y digo soy parte de lo extraño, porque solo yo escucho el ruidoso silencio que se llena de fe en los gritos iracundos de unos borrachos dormidos en los tentáculos de la farra. Soy yo quien camina por los llantos sumergidos en sonrisas teatrales, mientras el vulgo eyacula las emociones de imaginarios sociales.
Yo no despierto, ni tampoco vivo, pues la pantalla se ha apagado, mi casa nocturna ha cerrado, y el pueblo, desaparecido de este parque, estará regalando amor a sus gaviotas sometidas al pacto fantasioso del te quiero forzado.
En tanto, yo sigo besando una ventana antisociable, en la rareza del ambiente vacío. Dios se ha dormido, solo el recuerdo fotográfico y el vaso de la tarde me conversan la agonía que en minutos más consumiré. Solo que antes, la botella morirá también, plasmada en este último sorbo de vida que daré en este inmundo prado de licor.