domingo, febrero 10, 2013

CAZA DE PALOMAS






Allí estuve la primera vez
que me diagnosticaron la muerte,
allí grabé cada una de mis letras
en un pedazo de papel,
que luego sirvió
para limpiarme la boca,
allí me senté a observar mi funeral
en una barra llena de flores destiladas,
los tantos por cientos de grados en el vaso,
y los cubículos soportando ladrones y serpientes,
amigos casuales a quienes confesé
más de alguna simpleza,
algunos empresarios
buscando sexo en los colegios,
otros comisarios bebiendo gratis,
demostrando sus privilegios.

Allí estuve yo con ellos, pidiendo limosna,
dejando caer mi cabeza desterrada
en la carretera del placer y la locura,
peajes de cristal, hielo y ceniceros,
inconciencia sobre el mesón al llegar la madrugada,
y al empezar la próxima noche.

Allí estuve yo hace unos años
y vuelvo a esta ahora,
escribiendo sobre la carta de pedidos,
mis mayores perversiones
con aquella cintura
de 60 centímetros,
quien cada 15 minutos,
amablemente me llena el vaso.

Sigo allí esperando el final,
y me canso de tragar y caer,
me canso de vivir, de morir
y de revivir,
me canso de la botella que llevo bajo el brazo,
pero escapo sin rencor del templo,
de aquel confesionario
donde se cuentan más pecados
que en una propia iglesia,
y corro hacia la calle principal,
donde un bufet de bastones verdes
espera verme empinar el litro de whisky
que aun cuelga de mis ropas,
no lo hago, por miedo a la oscuridad.

Pero soy libre y es de madrugada,
sin relojes ni calendarios,
solo la plaza bien cuidada
que me muestra un paraíso de rocas
apuntando hacia mi cabeza,
y soy esclavo de mi propia inconciencia,
esperando que en el día del juicio final,
Dios sea mi abogado,
aunque sea  por clemencia.

Y allí la vi alargando la noche,
nariz grande y respingada,
tocando su trasero ante la inconciencia de los municipales
que olvidan poner asientos cada 20 metros,
me conseguí un cigarrillo
y nos empezamos a enamorar,
llevaba los pies ardientes
y un espejo en la cartera,
vi bailar sus pechos en la solera,
mientras apunté una mano en mi cabellera,
la otra en la billetera,
y cogimos un taxi
hacia la hermandad de los sin cerebros,
guardamos la razón en nuestras entrepiernas
y vimos salir el sol
bien lejos de la cordillera.

Abrí el velador buscando un poco más de amor,
ella me acarició los hombros,
yo le besé los dientes al momento que abandonó mi cama,
y me puse a escribir,
mientras en el baño, el agua le quitó el sudor de su cara,
nadie quiso mirar el reloj,
tampoco el carné,
no quise encender el motor
ni acelerar las latas,
para terminar así esta historia.

Hice una plegaria cuando el sueño aun la tenía vencida,
y descubrí que el jardín de rosas
venía incrustado en el bretel
que terminó extraviado
debajo de mi cama,
el brillo salió por la ventana
alumbrando al sol,
y vi en su piel morena
la pluma más fina de Jorge Luis Borges,
excitado y anonadado,
ojos de una Eva rebelde y sugerente,
sin ropa interior,
sin miedo a escribir poemas
en mi torso desnudo,
mientras me da por resucitar
en sus pechos indefensos, mirando el techo
esperando los besos de la vida eterna.

La mujer brilló por ser una utopía con tacones reales
y ojos de señorita madmuasel,
esperando la libertad,
en el paradero donde aún habita mi almohada.

Son las tres de la tarde y apenas respiro,
soy un esclavo de mis propios actos,
y no quiero despertar,
¿para qué?
si al menos en los sueños,
que no pagan impuestos,
puedo volver a ser un rockstar
esperando su señal
para volver a actuar.

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