viernes, diciembre 28, 2007

POEMA DE NAVIDAD


En cualquier calle y sobre ruedas pasan abanicos
con formas de espejos,
con cuarentonas mirándose el rostro
y el de sus hijos, el color del auto, el sabor del vino,
el olor brillante de alguna pócima francesa
que solo hace tener su vista militarizada en lo que muestra el parabrisa,
mientras a los niños a su espalda les ordena taparse los ojos,
y evitar mirar a sus izquierdas donde en la vereda
yace muerta una mesa tan larga como cualquier boleta
que sale de alguna tienda,
donde se divisan 200 cabezas portando diminutos años,
algunos llevando canas empolvadas por el agua que no existe,
algunos aun con la sangre infectada por tener camas de cemento,
otros con narices a punto del estallo,
porque tienen su piel observada nada más que por algún huérfano cartón
en las orillas donde juegan los niños
a contar las gotas que sus techos
les regalan en el nebuloso invierno,
también se ven arrugas lloriqueando
por las activas manos de varios jóvenes que portan algún ave muerta,
lista y dispuesta a entusiasmar los vasos para gritar sonrisas en una noche buena.


Y es que una infante aun sin habla conoce muy bien de estas fechas,
porque sin saber de mi rostro y sin odiar mi limpio chaleco
me estira sus brazos para bombardear mi mejilla con interminables babas,
que para ella son besos,
que para mi son llantos más allá de los minutos adrenalínicos
que fecunda su pequeña figura aleteando en medio de la noche,
pues llevo 35 lágrimas vomitadas en estas letras,
porque he llorado más que un cuico que esa noche vio vacío
su adornado pino,
y porque además
lejos tengo a ese individuo que me llama socio,
al que me llama hijo a quienes me llaman brother,
porque la calle penquista me absorbió el egoísmo
y me transformó en psicoanalista de los desarmados triciclos,
en paraguas de un par ojos que botan lluvias cuando perciben
el aroma desinteresado que desaguan unas bellas muchachas
que dejan sus árboles para parir más labios estirados
y un sin número de mejillas levantadas,
bajo las nubes rabiosas que desde una hora nos apunta
el miedo con su cañón amenazante.


Entonces no me digan ahora ustedes,
que fueron felices en sus podridas casas aquel 24,
que sienten tener la luna en sus entrepiernas
por ver reír al acomodado escuincle sobre la nueva bicicleta,
que yo viví solo esa medianoche,
que yo viví solo ese 25,
y que hasta estos días no paro de eyacular sonrisas
por dejar en la basura los regalos de género y plástico,
y aceptar como psicópata orgásmico los obsequios de la mente
que una infinitiva mujercita me obsequió sobre mi hombro,
regalos, por cierto, más duraderos que cualquier autopista
o guagua animada que el estúpido de pijama rojo pudo haber traído.


No me digan lo que es reír,
si no saben lo que es llorar.


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